sábado, mayo 03, 2008

El palacio o la calle

Esta semana, el intendente Franetovich sugirió que no se debe gobernar desde la calle, al declarar que “No puede ser que la gente decida en la calle lo que tiene que hacer el Estado. Eso lo tenemos que tener bien presente”. Si bien es cierto que el contexto en que mencionó esto tiene que ver con su oposición a la instalación de una suerte de “carpa verde” en la Plaza Principal, tiene una connotación bastante peligrosa y una visión de la democracia limitada a los sectores de poder.
Pero el razonamiento de Franetovich es generalizado en toda la clase política, y tiene que ver con la costumbre de pensar en la impasividad de la ciudadanía como una norma, algo que está bien que suceda, y una figura del político como el líder carismático y conductor de grandes masas de desorientados que necesitan de su protección.
Cuando el intendente asegura que se gobierna desde el Estado y no desde la calle, olvida quizás que el Estado es la calle, es cada uno de nosotros y no sólo el palacio municipal y el Concejo Deliberante.
Sin embargo, esta postura no es maliciosa, sino producto de 25 años de una democracia que no puede desprenderse del recuerdo de la dictadura, un régimen que dejó calado en todos nosotros el miedo a participar activamente de las decisiones del Estado.
Por supuesto, a nadie le interesa modificar esta situación, con lo cómodo que es que nadie se meta en las cuestiones de un funcionario o legislador.
Parece que muchas veces la dirigencia política olvida el mandato que se les otorga en cada elección, en la representatividad que nos deben y, por sobre todo, en la responsabilidad social que ello conlleva.
Todo gobierno debe gobernar desde la calle, a partir de allí y hacia los estamentos más altos del gobierno, luego.
Pero la falta de costumbre de este tipo de modalidad hace que la dirigencia se quede paralizada ante la primer marcha que se hace, o mire como bichos raros a los asambleístas de Gualeguaychú, que llevan adelante desde hace años una lucha organizada en donde en las decisiones prima el interés general.
Y me parece que esto lleva cada vez más a la clase política a alejarse definitivamente de las verdaderas prácticas democráticas –insisto aunque ya lo he dicho: democracia no es sólo ir a votar cada dos años- para consolidarse en una suerte de “monarquía electiva”, mediante la cual cada cuatro años elegimos a un rey y le damos carta blanca para que haga lo que quiera, agravado esto por la falta de compromiso de las ya extintas plataformas electorales, que nos impiden conocer las ideas de los candidatos.
Volver a la calle significaría retomar las tradiciones democráticas más antiguas, escuchar un poco más al vecino “de a pie”. Ojo, no es vivir en un estado asambleario permanente, pero sí bajar un poquito a la tierra y abrir las puertas de los palacios a la ciudadanía.
No puede ser, dicho sea de paso, que el mismo Gobierno que reclama mayor libertad de expresión sea uno de los que más celosamente impide el acceso a la información pública: es decir, la posibilidad de que cada ciudadano pueda conocer todos los actos de gobierno, lo que incluye sueldos de funcionarios, precios de cada obra realizada y contratos con empresas privadas.
Eso también es democratizar un gobierno, devolver a la calle aquello que nunca debió perder. En pocas palabras, devolver el gobierno al Soberano, el único y verdadero interesado y último destinatario de los actos gubernamentales.
Gobernar desde la calle no significa dar lugar a la anarquía y al libre albedrío, es intentar cumplir lo más fielmente posible con el mandato popular.
No me canso de repetirlo: la verdadera democratización llegará el día que comprendamos que no debemos cumplir las órdenes de quien nos habla desde arriba de un escenario, sino que es él quien debe cumplir las nuestras.

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