sábado, abril 11, 2009

La última vergüenza electoral

Lo asumo: soy un boludo.
Pero usted no se ría porque también lo es. Todos lo somos.
Y somos unos reverendos boludos por el simple hecho de permitir que, tras 25 años de vida democrática, la clase política nos esté tomando nuevamente el pelo, bastardeando no sólo las frágiles instituciones que supimos construir, sino la poquísima representatividad que nos otorga este sistema democrático ya de por sí imperfecto.
La magistral (?) jugada del presidente de la Nación en las sombras, Néstor Carlos Kirchner –que ya tiene más de “Carlos” que de “Néstor”- consistirá en presentar para las elecciones legislativas a todos los caciques del Conurbano como una forma de “plebiscitar” la gestión.
Es decir que las “mafias” de las que habló Cristina, que los representantes de la “vieja política” a los que apuntó Florencio Randazzo, que los otrora intendentes duhaldistas –insisto: el kirchnerismo no es otra cosa que un duhaldismo sin Duhalde, no quedan dudas- volverán a ser el mascarón de proa de la estrategia oficial para ganar el favor popular.
Pero esto, además de no ser una estrategia “genial” como algunos señalan, rompe con la esencia de la idea democrática, diluye lo poco que queda de la división de poderes y marca la victoria absoluta de la clase política sobre la ciudadanía.
Finalmente, esta decisión blanquea lo que ya existe desde hace tiempo: la preeminencia de una “corporación” política integrada por especialistas, a la que el ciudadano común nunca podrá acceder. Esto distorsiona terriblemente el espíritu democrático –si es que queda aún algo de eso- y genera una brecha insalvable entre representantes y representados.
La pregunta que habría que hacerse entonces es ¿para qué los elegimos?, y además, ¿ a quién representan?
Por otra parte, la necesidad de poner a los representantes de los poderes ejecutivos en las listas a legisladores muestra el carácter unipersonal que tienen estos cargos y cómo curiosamente avanzan sobre quienes más deberían representar la voluntad popular: concejales, diputados y senadores.
Podría decirse que en un sistema presidencialista esto es lo normal, pero en todo caso sería bueno que se blanquee la situación, se disuelvan los parlamentos y se genere –como ocurrió en innumerables oportunidades en nuestra historia- una “suma del poder público”.
Además, otro dato alarmante es la escasa calidad dirigencial predominante: si los intendentes deben encabezar las listas a concejales; si el Gobernador bonaerense y varios ministros nacionales se ven obligados a ser candidatos a diputados, será porque la clase dirigente no tiene una mejor oferta para mostrar –y a la luz de los candidateados, esto es más que preocupante-.
Pero claro, está el tema del “plebiscito”, es cierto. Con esa idea vale todo, con ese razonamiento podemos perdonar los atropellos políticos, el escupitajo en pleno rostro que nos dan día a día.
La excusa es ridícula: no se puede plebiscitar una gestión ejecutiva en una elección legislativa, hay división de poderes y se debería respetar el espacio de cada uno. Los legisladores no deberían ser usados como rehenes del presidente porque en la Constitución no dice que deben ser los escribanos del poder.
Si verdaderamente los Kirchner quieren plebiscitar su gestión, entonces que llamen a un plebiscito. Y si quieren subir la apuesta, que el mismo sea revocatorio. Hagan cualquiera de esas cosas, pero por favor, dejen de tomarnos por boludos.

EL SÁBADO 18 DE ABRIL VUELVE CONTRAKARA. ESCUCHANOS DE 11 A 13 POR RADIO CHIVILCOY.

jueves, abril 09, 2009

Inseguridades

Lo he dicho hace un tiempo, y no me importaría ser repetitivo: los argentinos no tenemos medidas. Otra vez, como ocurrió con la inflación, los números de la pobreza y el aumento de la desocupación, las estadísticas se ponen delante del hecho que intentan reflejar y lo eclipsan. Esta vez se trata de la seguridad, o más bien, de la inseguridad, “sensación” impulsada por los medios de comunicación, según la política.
El caso es que detrás de esta discusión inútil, que no resuelve absolutamente nada, ni siquiera la “sensación generalizada de la ciudadanía”, el único objetivo que se persigue es, otra vez, ocultar un problema. Problema que no tiene que ver con qué hacer con los delincuentes: si matarlos, enviarlos a Usuahia a picar piedras o excarcelarlos, sino en cómo evitar desde sus orígenes que se siga reproduciendo.
Lo primero que deberíamos tener en cuenta antes de exigir una política de seguridad “revanchista” es que la delincuencia no es un ente externo a nuestra sociedad, algo que nos ataca desde afuera, sino la más monstruosa de nuestras creaciones. Si hoy tenemos este problema, si “no podemos salir a la calle” o “debemos estar encerrado en nuestro country”, se lo debemos al hecho de haber mirado para otro lado durante mucho tiempo.
Por eso, quienes crean que ya superamos social y políticamente la época menemista, están totalmente equivocados: mientras muchos disfrutaban de los beneficios del “uno a uno” y de la plata dulce; mientras Susana se hacía millonaria atendiendo teléfonos, se gestaba en los contornos de la sociedad una generación de personas a las que cada vez les dábamos menos espacio, a las que desplazábamos poco a poco hacia los límites de la dignidad humana. Así crecieron miles de chicos, bajo la mirada de nadie y con un resentimiento entendible hacia esa sociedad que los condenó a muerte prematura en vida.
Pero claro, lo hecho por la “rata”, no fue más que la continuación de un proceso iniciado en los ’70 por el Gobierno más criminal de nuestra historia, en tiempos en que Susana también hacía dinero divirtiéndonos con inocentes colimbas mientras un Estado asesino se cernía sobre todos nosotros.
Por todo esto, para abordar el problema de inseguridad lo primero que tenemos que hacer es una autocrítica acerca de lo que no hicimos para detener esta situación y comenzar a cambiarla, no a través de la represión, sino de la prevención: el aparato policial y judicial sólo corren por detrás al asunto.
Decir que para acabar con la inseguridad hay que garantizar los derechos básicos de todos y eliminar las crueles injusticias que existen en nuestra sociedad, no tiene que ver con adoptar una posición ideológica ni un discurso “progre”, sino que es una necesidad moral. ¿Qué sentido tendría matar a todas las personas que cometan un delito si seguimos generando pobreza y exclusión? Lo único que lograríamos es generar más rencores y revanchismo.
Sino nos hacemos cargo de nuestra responsabilidad como sociedad de la parte que nos toca en este problema, lo más probable es que sólo apilemos unos cuantos cuerpos de ladrones, pero no resolvamos el asunto.
Los “menores” que hoy protagonizan los más asonantes casos de inseguridad, son hijos de las privatizaciones, del desguace del Estado, de la desregulación laboral; producto del hambre contenida de generaciones y generaciones de desocupados, de una cultura de la supervivencia, de una crianza a los márgenes de los barrios privados, de la opulencia y el derroche.
Ese es el principal crimen, el primero que tenemos que resolver, y el más urgente. Si no lo hacemos, todos somos asesinos.